Introducción
Desde la icónica etnografía de Loic Wacquant (2006) sobre el boxeo en un gueto negro de Chicago, hemos aprendido que esta forma metodológica es particularmente privilegiada para estudiar las prácticas corporales, y en particular al deporte, tanto por su cercanía con la práctica deportiva que nos inmiscuye en el universo nativo, como por la potencialidad reflexiva que quienes investigamos tenemos que desarrollar para implementar una etnografía carnal. Una de las cosas más interesantes de estas investigaciones fue la posibilidad de reconocer al deporte como un objeto a ser estudiado por las ciencias sociales y humanas como forma de comprender a la cultura, así como también la elección de una metodología comprometida con la práctica corporal, o, mejor dicho, donde el cuerpo del investigador es una herramienta más de conocimiento que se arriesga a ser interpelado. En nuestro caso, estas interpelaciones provienen del campo profesional del deporte, del campo académico de la educación física y del ojo crítico de la antropología.
En los años setenta del siglo pasado, la antropología del cuerpo comenzaba a delinearse como un campo específico de estudio, tras las influencias teóricas de investigaciones como las de Levi-Strauss, Marcel Mauss, Merleau-Ponty y Victor Turner, entre otros (Citro, 2009). Este campo se presentó como una oportunidad para pensar las técnicas corporales y el proceso de aprendizaje de las mismas, como un objeto en sí mismo a ser estudiado, y no como un elemento más que aportaba datos de una cultura. Este tipo de investigaciones fueron innovadoras por empezar a poner el énfasis en la experiencia corporal, en los significados atribuidos a las técnicas y al movimiento, e incluso por discutir las nociones mismas de cuerpo y corporalidad para una cultura específica. Las preguntas de investigación que se propusieron suelen responderse con un conocimiento que nace de las prácticas corporales de los sujetos a los que observan, y que las practican.
Desde el Grupo de Estudios Sociales y Culturales sobre Deporte (Instituto Superior de Educación Física (ISEF), Universidad de la República (Udelar)), hemos venido experimentando sobre la etnografía, como método, como enfoque y como texto (Guber, 2001), para mirar y pensar las prácticas deportivas en el Uruguay. Esto lo hemos podido hacer gracias al intercambio con colegas de la región (Brasil, México, Argentina, Colombia y Chile) que nos han ayudado en la tarea de definir al deporte como un objeto de investigación social, y con colegas de fuera de la región (Holanda, Italia, Japón), que nos han mostrado cómo los mismos deportes son estudiados en otras zonas del planeta.
En este sentido ha sido importante construir una tradición investigativa que interpele el campo académico de la educación física, y al deporte como una práctica social vinculada íntimamente a este campo. A su vez, proponer formas de producir conocimiento que se preocupan por describir el cuerpo del aquí y ahora, que den lugar a las sensaciones, las significaciones, la indexicalidad de los gestos y el movimiento, el vínculo entre el lenguaje nativo y las prácticas.
Para esta ocasión, nos hemos propuesto analizar el vínculo entre el método etnográfico y las prácticas deportivas, y lo haremos a partir de la experiencia de tres investigaciones individuales (que se nuclean en un proyecto más colectivo1): una etnografía en un gimnasio de deportes de combate en Montevideo (Mora, 2018), una etnografía de gimnasia artística (Pastorino, 2023) en la ciudad de Maldonado, y una etnografía en un club de la ciudad de San Carlos en la que se encuentran el fútbol y la murga como prácticas convivientes (Alsina, 2023). No nos importará tanto para este caso describir cada una de las prácticas, sino mostrarlas como ejemplos de la potencialidad del método etnográfico para estudiar las prácticas corporales, y también para reflexionar sobre los lugares de quienes investigamos, las estrategias de posicionamiento en relación al campo estudiado (las distancias y cercanías óptimas y posibles) y los vínculos teóricos que surgen de este proceso. El punto en común de estas tres investigaciones fue la cercanía emocional con las prácticas que estudiamos, y por ello la recurrencia a la experiencia corporal personal es un elemento más del repertorio metodológico de quienes investigamos el deporte, para poder desentrañarlo y describirlo en el texto etnográfico de otra forma posible.
Los estudios del deporte y los dilemas éticos con la educación física
Producir conocimiento sobre deporte sigue siendo para el mundo académico una novedad, y mientras los estudios vinculados a las ciencias biológicas y el rendimiento humano fueron tomando fuerza desde principios del siglo XX, decir hoy que el deporte es un campo de conocimiento que puede ser abordado desde las ciencias sociales y humanas aún presenta ciertos desafíos. Como fenómeno cultural de masas, el deporte moderno resulta un campo más que fértil para analizar a la sociedad toda, en tanto práctica que legitima, exalta y fetichiza el cuerpo moderno como cosa y a los valores neoliberales: la libre competencia, la igualdad de oportunidades, el esfuerzo individual, el sacrificio y las recompensas.
¿Cómo producir entonces conocimiento a partir de la delimitación del deporte como objeto de estudio de las ciencias sociales y humanas?
Hemos avanzado muchísimo en este sentido en las últimas décadas, y hoy los estudios sociales y culturales sobre deporte es un campo consolidado. Estudiar el deporte como campo nos permite, al decir de Graciela Rodríguez (2012) por un lado pensar aquellas estructuras sociales que operan de forma globalizada, algo a lo que Bourdieu (2008) llamaría lo habitus operadores del fenómeno deportivo: habitus de clase, habitus de género, habitus religiosos, etc. Dicho de otro modo, hacer el ejercicio analítico sobre cómo se comportan los agentes sociales en una determinada práctica deportiva, y cómo ese accionar define y está definido por prácticas -principalmente corporales en este caso- que responden a ciertos habitus estructurantes y estructurados (Bourdieu, 2008) por el modelo deportivo mundial, o sistema deportivo hegemónico2 (Mora et al., 2022). Y, por otro lado, también implica estudiar al fenómeno deportivo desde lo particular: analizar con lupa las características de un grupo social o una cultura y su cotidiano, o para el caso, de una práctica deportiva, un club o la vida de los/las deportistas.
En esta misma línea, Garriga Zucal y Levoratti (2018) aseguran que el deporte nos permite dimensionar aspectos contemporáneos e históricos de nuestra sociedad, tanto por la descripción de las fragmentaciones sociales (de clase, género, edad, etnia, etc.) como por sus múltiples formas de identidad, de ver y practicar deporte, de explicar el deporte o el mundo. Los autores presentan esta posibilidad a partir de los aportes de Eduardo Archetti, uno de los pioneros en los estudios sociales sobre deporte en Latinoamérica. Para Archetti (1998) el deporte puede ser visto como una arena social que posibilita la reflexión antropológica sobre los mecanismos básicos de producción de identidades, y los mecanismos de inclusión y exclusión, tanto así que se torna un “campo privilegiado en el que se dramatizan un conjunto de valores morales y sociales” (p. 11), más aún, una producción cultural que revela aspectos cruciales de la humanidad dejando en evidencia las estructuras de poder que atraviesan las instituciones sociales, pero también una parte integral de la sociedad (Archetti, 1998). Esta forma de definir al deporte como arena pública de lo social, en la cual se pueden observar tanto estructuras de poder y legitimación hegemónicas como puntos de fuga o espacios liminales, conocidos como “zonas libres” (Archetti, 1998), incorpora de estudios que logren pensar desde lo particular a lo universal y viceversa.
Consolidada una forma teórica de abordar el objeto deporte, fue necesario también la búsqueda de metodologías de investigación que resulten óptimas para describir los procesos de apropiación cultural de las prácticas deportivas, los modos en que los sujetos practican y organizan (o se organizan en) el deporte, al mismo tiempo que nos permitan reflexionar sobre nuestro lugar dentro de los espacios que habitamos como investigadores. Löic Wacquant (2006) nos advertía:
Nada mejor pues como técnica de observación y análisis que la inmersión iniciática en un cosmos, e incluso la conversión moral y sensual, a condición de que tenga una armadura teórica que permita al sociólogo apropiarse en y por la práctica de los esquemas cognitivos, éticos, estéticos y conativos que emprenden diariamente aquellos que lo habitan. Si es verdad, como sostiene Pierre Bourdieu, que «aprendemos con el cuerpo» y que «el orden social se inscribe en el cuerpo a través de esta confrontación permanente, más o menos dramática pero que siempre deja un gran espacio a la afectividad», entonces es imperativo que el sociólogo se someta al fuego de la acción in situ (p. 16).
Luego de su investigación en la cual él mismo se puso a aprender boxeo para investigar esta práctica, se han ido sucediendo una serie de diversas investigaciones sobre prácticas deportivas, algo que en general termina resultando de vínculos muy estrechos entre quien investiga y esa práctica. Em particular, para el caso regional se ha iniciado, desde inicios del milenio, una serie de trabajos etnográficos sobre el fútbol, las hinchadas, las luchas, el rugby, el running, entre otras prácticas deportivas, que resultan inmensamente interesantes, no solo por la novedad académica del objeto, sino porque han permitido ir construyendo miradas sobre las formas en que el deporte es significado en estas latitudes. Demostrando que aquella teoría bourdieusiana de que las sociedades otorgan valor simbólico a las prácticas basadas en determinados habitus, es verificable. Porque se empezaron a discutir algunas verdades construidas sobre las lógicas del deporte, demostrando que en distintos territorios una misma práctica deportiva puede ser significada de formas muy distintas, incluso por momentos opuestas.
Uno de los objetivos de este encuentro cercano, de la inmersión en un grupo desde el trabajo de campo, es el reconocimiento de los procesos de producción de identidades y alteridades, de cómo los grupos sociales construyen sentidos de pertenencia y formas de exclusión o jerarquización, lo que equivale a pensar también las formas relacionales de la identidad (Hernando, 2015). El desafío común para estas tres investigaciones fue la elaboración de una estrategia investigativa que permita poder describir -tal como lo propone Clifford Geertz- de forma densa lo que pasa en el gimnasio, en el tatami, en la cancha. Es decir, no intentar describir someramente las características y rasgos de una realidad cultural, sino más bien describir, en sentido denso, las estructuras de significación que son públicas en un grupo social, y que por lo tanto hacen pública a su propia cultura (Geertz, 1996). Desde el entendido que en todo grupo social existen tramas de significación, un análisis de la cultura no debería estar preocupado por la búsqueda de leyes universales (o universalizables) que expliquen su comportamiento y perdurabilidad, sino más bien, constituirse como una “ciencia interpretativa en busca de significaciones (…) la explicación, interpretando expresiones sociales que son enigmáticas en su superficie (Geertz, 1996, p. 20).
Para este complejo proceso de búsqueda colectiva, de intentar crear problemas antropológicos del deporte en Uruguay, tuvimos que asumir este primer dilema ético al que nos enfrentan dos tradiciones de la educación física, nuestra formación profesional de base, y cada una de las disciplinas deportivas, como nuestra formación corporal de base. Por un lado, la tradición anatomofisiológica, preocupada en un cuerpo primordialmente orgánico, y por ello, acude a una tradición biomédica que ha tenido un gran impacto en la producción de conocimiento del campo de la educación física (Rodríguez, 2018), y también en su inclusión en los procesos de formación de grado (Dogliotti, 2012; 2018). El cuerpo en esta tradición se torna una herramienta a ser utilizada, junto a una serie de herramientas para investigar un ecosistema en del cual el ser humano o grupos de seres humanos somos partícipes. O de otro modo, se toma como un concentrado de datos, que refleja indicadores de talla, presión, peso, color, posibilidades técnicas, etc. La otra tradición del campo de la educación física que tiene una mayor complejidad ética: la educativa. Porque investigar no es educar, y porque somos educadores preocupados porque la investigación tenga cierto impacto educativo en las prácticas que realizamos. Este dilema ético debe ser revisado de forma permanente, con el fin de visualizar cuál es el rol que se está cumpliendo en el espacio, ejercicio que en la antropología denominamos exotización (Garriga Zucal y Levoratti, 2015).
Entonces nos preguntamos ¿cómo estas tres investigaciones resolvieron el dilema ético de ser investigadores y a la vez educadores? En primer lugar, reconocimos las tradiciones y problemas de la Educación Física, a partir de una lectura local (Rodríguez, 2018) y regional (Crisorio, 2016; Vaz, 1999). Segundo, nos vinculamos a las ciencias sociales del deporte, en principio desde la tradición europea, bajo las obras de J. M. Brohm, Allen Guttman y Norbert Elías principalmente, y posteriormente desde los estudios locales, en particular desde el trabajo etnográfico. Finalmente, resolvimos en diferentes niveles, no hacer solamente una descripción densa (Geertz, 1996), sino también una descripción intensa, que significó el “curtido” (Mora, 2018) de nuestro cuerpo durante las prácticas deportivas. De allí conservamos y recordamos lesiones, angustias, derrotas y esperanzas, por la mencionada inmersión. A su vez, concebimos al deporte desde la mirada del sistema deportivo (Brohm y Ollier, 2019), con una discursividad hegemónica (Mora, et al., 2022), es decir, que se sincroniza con otros sistemas (de salud, económico, político, educativo, etc.), y que genera un sentido común deportivo a partir de lo que tradicionalmente se denomina deportivización, resumido como el proceso mediante el cual los juegos se transforman y se modifican, para generar nuevas formas de jugar o hacer deporte, y ser ubicados en una parte del sistema dependiendo de los intereses de los agentes. Y desde la etnografía carnal tenemos el agregado del cuerpo del investigador-deportista, que supone una práctica social total (Turró Ortega, 2016). O, dicho de otro modo, el cuerpo del investigador absorbe paulatinamente al universo nativo, en el cual no debe perder su capacidad de reflexividad y exotización, mientras tanto se va curtiendo.
Conocer con el cuerpo, curtir al cuerpo. Los marcadores de identidad social compartida
En este apartado discutiremos los procesos de formación corporal en el deporte y por qué es tan importante mirar estos procesos desde adentro. Los cuerpos de las y los deportistas se enfrentan a un proceso de formación particular para cada disciplina, en donde intervienen diversos factores cómo los propios del entrenamiento, los ocurridos en las distintas dinámicas de los grupos sociales, los factores históricos de la práctica, los culturales, entre otros. En el proceso de curtir el cuerpo (Mora, 2018), los colectivos construyen una forma particular de percibir su entorno, expresiones y gestualidades, de esta manera destacamos la importancia del trabajo etnográfico para comprender y aprehender relaciones propias del campo a estudiar (Gil, 2020). La etnografía, cómo método dentro de las Ciencias Sociales y Humanas, supone un compromiso corporal intenso para los que pretendemos realizar etnografías “carnales” (Wacquant, 2006), porque implica someterse a una continua vigilancia de las reflexividades de quien investiga, en su habitar cotidiano y su compromiso cultural con las dinámicas y relaciones que ocurren en los grupos sociales investigados, y a su vez, someter el cuerpo a los estímulos, ejercicios, a las dinámicas existentes y a los contratos sociales de quienes investigamos. En esta línea, en este apartado discutiremos qué significa este compromiso corporal en los distintos trabajos por dos caminos, uno que implica identificar los aspectos que se ponen en juego en estos grupos y otro, que se vincula directamente con las exigencias hacía cada uno de nosotros en nuestras experiencias. El deporte exige de los/las deportistas un compromiso corporal (Améstica Zavala, 2020) total (Turró Ortega, 2016). Esto se refiere a la exigencia competitiva de cada disciplina deportiva, que implica pasar por diversas transformaciones y experiencias a los cuáles los y las deportistas se someten para cumplir con estándares performativos establecidos. El compromiso y la exigencia corporal se mide a partir de aspectos estéticos específicos en cada deporte, los cuales se manifiestan a partir del crecimiento de determinados grupos musculares, marcas particulares en el cuerpo, callos, lesiones particulares, entre otros. Y para la antropología, es un hecho corporal infragmentable donde debe analizar el contexto, a diferencia de la biomecánica, la neurología, la actividad física, la educación física, que tienden a fragmentar al cuerpo en palancas, estímulos nerviosos, efectos para la salud y correlación entre la enseñanza y el aprendizaje respectivamente.
Las marcas en el cuerpo en general tienden a ser signos de pasaje y madurez, de una experiencia larga en los entrenamientos de cada práctica deportiva (según sus especificidades); de haber hecho incontables repeticiones de un mismo ejercicio hasta perfeccionarlo; de haber aguantado el dolor de las caídas; de los golpes; de la ropa y las vendas que van dejando marcas en el cuerpo. Este nivel del curtido se aprecia como una experiencia orgánica, que puede llegar a modificar tanto la estética como el flujo de los diferentes sistemas que componen el cuerpo, al depender de sus sucesivas adaptaciones a la exigencia específica del deporte y del nivel deportivo.
Ahora bien, podemos decir que los cuerpos también se curten en un segundo nivel, un poco menos perceptible, y que no es producto directo del impacto del entrenamiento específico, sino más bien de la inmersión en un grupo social, en una “tribu”, de los rituales que se atraviesa para ser -por ejemplo, gimnasta, luchador con cinturón negro o futbolista de primera división- y para pertenecer identitariamente al ambiente. En todo proceso de etnoculturación se dan una serie de aprendizajes y rituales para entender las lógicas de un determinado grupo, práctica, territorio, etc., donde los elementos de representación identitaria operan con fuerza: signos, expresiones, tradiciones, formas de hacer y pensar, etc. Se adquieren ciertos usos lingüísticos, cierta indumentaria, ciertas costumbres de lo que suele llamarse “estilo de vida”, una cierta alimentación, incluso ciertos gustos y preferencias adquiridos por el entorno. En definitiva, el deporte propone un nivel de experiencia simbólica, que se entrelaza con el nivel de la experiencia orgánica. En ambos casos, el éxito depende del grado de adaptación del cuerpo a estos niveles, ya que el sistema deportivo tiende a ubicar a los cuerpos en sus diversas escalas: profesional/amateur, discapacidad, alto rendimiento/iniciación deportiva, entre otros.
Esto implica trabajar sobre el reconocimiento de los marcadores de la identidad social compartida, que ponen énfasis en ciertas similitudes que se van convirtiendo en “estereotípicas” (Alabarces, 2006; Hijós, 2018), porque en el deporte existen modelos de cuerpos, pero a su vez, “escuelas” que moldean esos cuerpos, en ese deporte, con ciertas técnicas y entrenamientos específicos. En definitiva, reconocemos la existencia de un marco de patrones sociales de inclusión y discriminación que operan tanto para las formas del cuerpo (orejas, brazos, hombros, curvaturas), pero que incluyen el ethos (formas de actuar, vestir, presentarse en sociedad, expresiones faciales, etc.) y a su vez, pueden ser contradictorias entre prácticas deportivas, e incluso a la interna de un mismo deporte. La práctica deportiva tiene entonces una serie de biomarcadores visibles, que responden al tipo de lesiones, posturas, y ejercicios que van dando al cuerpo, la forma de los cuerpos del deporte. En muchos de los casos, obtener esos marcadores genera altos grados de estrés, costos económicos, físicos y de salud. Esto es, porque el passing for hace referencia a la capacidad de una persona para mostrarse en sociedad, en la búsqueda para ajustarse a las expectativas culturales de una identidad particular, que en simultáneo es una estrategia de supervivencia para evitar ser perjudicado, aunque no siempre se logra. Y en esta serie de rituales de paso (Turner, 1988), los practicantes van siendo incorporados de manera más profunda a la práctica deportiva, hasta llegar en algunos casos, a la maestría.
Por ejemplo, en el caso de la gimnasia artística comienzan a marcarse los abdominales, crece el tamaño de los hombros y la espalda, las piernas se afinan pero se llenan de músculos, aumenta la flexibilidad, cambia la postura (ver figura 1): los hombres van adquiriendo una postura más bien encorvada por el peso de sus hombros hipertrofiados, los brazos se van separando del cuerpo, los pies se paran separados, paralelos; mientras que las mujeres van adquiriendo una postura cada vez más erguida, el cuello estirado, aumenta la curvatura de la espalda a la altura de las lumbares hasta forzarlas. Las manos de los y las gimnastas aumentan su tamaño por el desarrollo muscular y se llenan de callos, porque a pesar del uso de protecciones, se lastiman de tanta fricción con las barras, (ver figura 2) las anillas, los arzones; se endurecen hasta sangrar, se curan, y se vuelven a lastimar. Los callos en las manos son claros indicadores de experiencia y madurez en el gimnasio (Pastorino, 2023).
Este curtido en los clubes de la pelea, se define como triatlonismo marcial. Supone someter al cuerpo a diferentes sistemas de combate, para que vaya aprendiendo a estar preparado para todo. Este proceso de docilización implica soportar el dolor de los golpes, las asfixias, las luxaciones. La estética luchadora va continuando la cifosis dorsal para que las vértebras en la lordosis cervical se vayan corriendo hasta curvar el eje vertebral hacia atrás, lo que provoca una pronación de hombros y manos (ver figura 3). Las manos comienzan con las artrosis, las orejas se transforman en “repollos”, gracias a la fibrosis provocada por los continuos roces que desprenden el cartílago de la piel (ver figura 4). Esta transformación corporal es parte del proceso del ingreso en lo que los nativos denominaron como la manada: donde caminamos igual, olemos igual, nos estrangulamos entre amigos, nos acostamos uno arriba del otro, nos ponemos las bolas en la cara mientras luchamos (Mora, 2018).
En el caso del fútbol y la murga en San Carlos cuando nos referimos al concepto de curtir el cuerpo podemos referirnos a la capacidad de amoldarse, de adaptarse y de moldearse que tiene el cuerpo y en donde se llena de significados (Mora, 2018). En el carnaval los varones obtienen una ganancia simbólica por el hecho de disputarse el poder, con continuas demostraciones viriles; mediante disputas de jerarquías; mediante afirmaciones de la sexualidad; poner el cuerpo -aguantar- frente al dolor, los excesos, la violencia, los conflictos corporales. En definitiva, sostener la legitimidad como verdaderos machos en el grupo. De la misma manera, las mujeres, en estos espacios deben sostener una condición de “arrabalera” (Alsina, 2023), deben demostrar constantemente una conducta fuerte y activa en los colectivos, dado que, en su mayoría, las mujeres en el club sostienen los espacios de cuidado y acompañamiento afectivo (beneficios, meriendas y cuidados de hijos e hijas). Las mujeres deben proponer una discontinuidad en los parámetros masculinos organizados para sostener un lugar en estos espacios, en los cuales soportaron diferentes tipos de abusos para poder seguir en el espacio y para ocupar lugares centrales en la murga (Alsina y Teixeira, 2023). Uno de los parámetros en los cuales se centraba la noción de masculinidad hegemónica es la virilidad, cómo posibilidad de demostrar constantemente la virtud para una acción en particular, cómo el consumo de alcohol y la actividad nocturna, sostener un consumo excesivo durante la noche, o también conducir en estado de ebriedad; cantar fuerte, los integrantes de la murga sostenían en más de una canción que “la murga se tiene que escuchar, te tiene que impactar”; “ir al frente por el club”, desde peleas en los partidos hasta en salidas grupales (ver figura 5); servir a los adultos, los utileros de la murga y el fútbol son adolescentes, siempre son hijos de algún integrante de estos espacios; entre otros (Alsina, 2023).
En definitiva, esto fue lo que pasó en nuestros cuerpos y fue lo que intentamos expresar en nuestros textos etnográficos. La categoría que se ha vuelto concepto de curtir el cuerpo en nuestras investigaciones, ha tendido una fuerte presencia en torno al género, porque el curtido es bioidentitario y por ello implica hacer género. Las adaptaciones corporales modélicas que aparecen y se imprimen en los cuerpos de los deportistas, sustentan también las formas de ser y sentir, formateadas principalmente por sus entrenadores, técnicos y senseis. Por lo que en el deporte no alcanza con cumplir con la tradición incorporada, sino que también hay que cumplir con el líder de turno a cargo del proceso deportivo. Y cada vez más, aparecen equipos de performadores multidisciplinarios que compiten con la tradición, porque el alto rendimiento deportivo supone romper esos límites a los que denominamos récords, que la tradición publicita y compara entre generaciones. Por ello, médicos, kinesiólogos, cinesiólogos, técnicos, expertos en big data, especialistas femeninos y masculinos, equipiers, comunicadores, gestores, coaches, no solamente refuerzan al sistema deportivo hegemónico, sino que lo “desafían” encarnados en los depositarios de su trabajo: el cuerpo de las y los deportistas.
Investigar lo que conocemos: nuestro lugar como deportistas investigadores que (des)conocen
Las tres etnografías procuraron un acercamiento a un universo deportivo conocido, y nos transportaron no solamente a recuerdos de nuestra práctica, de lo que pasaba allí con nuestros cuerpos, de nuestras relaciones con los referentes, compañeras y compañeros, árbitras y gestores, familias y contrincantes, sino también a la propia génesis de inicio, del por qué comenzamos a practicar aquel deporte.
En el caso de los que investigamos artes marciales y somos artistas marciales, nos retrotraemos al cinturón u obi blanco. Aquel primer artefacto que cierra nuestra cintura, de aquel abrigo que se sale todo el tiempo, al que denominamos en las artes marciales japonesas el gi (judo gi, karate gi). El gi está compuesto por pantalón y casaca, cuyo grosor y color depende de su utilidad. En judo originalmente eran gruesas y trenzadas para resistir las luchas de agarres. De color únicamente blancas, color que representa la pureza. Pero con el avance de la televisación y la dificultad que se tiene en el deporte para ver cuál de los deportistas ejecuta la técnica, la Federación Internacional de Judo resolvió que uno de los competidores, debía vestirse de azul. En la mayoría de las artes marciales el gi es blanco, al igual que el obi que da inicio a la práctica. A su vez, obi en japonés significa voluntad. En pocas palabras, el avance en el color de cinturón, refleja la voluntad del deportista en querer aprender, en pertenecer con más profundidad a ese universo. Volver al cinturón blanco es requerido por aquel ejercicio de investigación etnográfico, como parte del proceso de exotización, de reconocimiento del desconocimiento de ese nuevo deporte, que se parece pero que es otro. En este caso, el etnógrafo es judoka, e investigó en un espacio de jiu jitsu brasilero, en el que tuvo que aprender nuevos mandamientos (Wacquant, 2006), y por ello volver al cinturón blanco.
Esta acción de “cambiar de cinturón” para reaprender todo lo que conocimos desde otro lugar, resulta metafórico de nuestra tarea investigativa en campos conocidos. Cuando nos acercamos a nuestros objetos de estudio, y estos nos eran muy familiares, debimos hacer un ejercicio de reposicionamiento, para que nos reconozcan desde un nuevo rol, no ya el de deportistas o entrenadores/as, sino de quien viene a aprehender una realidad como si fuera nueva. Porque, de hecho, es nueva. Nos debe resultar nueva porque ahora miramos desde la intención del conocimiento académico. Se produce así un encuentro fermental entre las teorías nativas y las teorías propias del mundo académico que nos condiciona los modos de mirar. Es decir,
El proceso de descubrimiento antropológico resulta de un diálogo comparativo, no entre investigador y nativo como individuos, sino entre la teoría acumulada de la disciplina y la observación etnográfica que trae nuevos desafíos para ser entendida e interpretada (…) Este es un ejercicio de “extrañamiento” existencial y teórico que pasa por vivencias múltiples y por el presupuesto de la universalidad de la experiencia humana. (Peirano, 1995, p. 42).
Cuando nos encontramos con trabajos etnográficos “en casa”,3 para poder transformar la descripción de un grupo social o una práctica social que es conocida, cercana o familiar en un objeto de conocimiento, es necesario construir una posición de extrañamiento (Cardozo de Oliveira, 1996; Guber, 2001; Lins Ribeiro, 1986; Peirano, 1995), es decir, poder exotizar aquello que a priori es muy conocido porque forma parte de nuestra cotidianeidad.
Esto es, entender que nuestra condición dentro del campo de estudio también se problematiza al entrecruzarse nuestras experiencias en el campo, y la condición de cercanía y de ajenidad en estos espacios. Realizar el ejercicio de volverse ignorante es el modo de aproximarnos a esa realidad que estudiamos (Guber, 2001), pero a su vez, conocer esa realidad colabora en hacer las preguntas cada vez más incisivas y profundas, por lo que el cuidado de la relación con el campo debe generarse a partir de entendimientos que no rompan el clima del espacio y de la investigación.
La participación y la reciprocidad conseguida en meses de trabajo de campo, permitió explicitar algunas situaciones como parte del proceso de conocimiento en este ámbito específico. Los deportistas nos abrazaron en sus logros, nos invitaron a sus cumpleaños, fiestas y salidas. Nos invitaron a darles clases de nuestra especialidad, a intercambiar sobre nuestra profesión y sobre nuestro pasado. Charlamos sobre sus relaciones sociales, seguidores y seguidos en redes sociales, relaciones íntimas, sobre su pasado y sobre su futuro. En ocasiones, se generaron relaciones de confianza diferentes a las del técnico, en la que se depositaron la confianza para realizar denuncias sobre situaciones que estaban sucediendo entre compañeras y compañeros, incluso con el técnico, en sus barrios o con sus familias. Todo esto fue facilitado por un lenguaje común, de entrenar juntos y de hablar sobre las técnicas deportivas que conocemos y las nuevas, y las formas deportivas de resolver situaciones deportivas de la competencia.
En esa vuelta al origen, sumado al diálogo “entre tesis”, no pudimos evitar los intercambios sobre cómo hicimos y hacemos género en los espacios deportivos. El conocimiento acumulado sobre la producción de género y deporte, nos ha llevado a cuestionar cómo se naturalizan y naturalizan situaciones de acoso y abuso de poder, ejercidas principalmente por los varones, y en muchos de los casos, por los varones técnicos deportivos.
Uno de los aspectos que podemos señalar sobre la etnografía, es en relación a las repercusiones de los investigadores en el campo, es decir, la presencia de una persona observando a un grupo de gente implica cambios en la conducta de todas las personas que están en ese espacio. La reflexividad como una posibilidad de la etnografía permite entender que la construcción de conocimiento yace de las relaciones, y a partir de ello comprender que debemos aprehender las formas en que los sujetos construyen y significan sus realidades (Guber, 2001). Y por ello la autora sostiene que “la única forma de conocer o interpretar es participar en situaciones de interacción, el investigador debe sumarse a dichas situaciones a condición de no creer que su presencia es totalmente exterior” (Guber, 2001, p. 18). Nuestra presencia supone comprender que constituimos la realidad a la que vamos a estudiar, de la misma manera implica entender que ello implica que por un lado esa realidad se modifique, pero, por otro lado, implica reconocer nuestra habilidad para ser parte, entender las dinámicas y asumir una posición en donde nuestro cuerpo se constituye como principal instrumento de investigación.
La reflexividad fue tomada como un concepto que equivale al pensamiento teórico-práctico del investigador sobre su persona, que incluye los condicionamientos políticos y sociales (género, etnia, clase social), que pueden reconocerse en el vis a vis con los interlocutores (Guber, 2001). Este tipo de compromiso corporal de la etnografía implicó vínculos corporales intensos. Supuso ingresar a espacios donde se sostiene y garantiza una serie de dinámicas de sometimiento del cuerpo (a entrenamientos, reglas, abucheos, deseos, etc.), las cuáles en el proceso del trabajo de campo fue necesario estudiar y problematizar. En la tesis de Alsina (2023) se estudia al modelo masculino hegemónico del fútbol y del carnaval, que es un universo basado en la aprobación de la manada (Mora, 2018), en la heterosexualidad como norma y en la virilidad exhibida y exigida en forma constante. La etnografía nos permite observar el carácter relacional de las identidades, donde ponen el énfasis, cómo se configuran las jerarquías, permiten entender todo el mundo social.
Para que el investigador pueda describir la vida social que estudia incorporando la perspectiva de sus miembros, es necesario someter a continuo análisis -algunos dirían “vigilancia”- las tres reflexividades que están permanentemente en juego en el trabajo de campo: la reflexividad del investigador en tanto que miembro de una sociedad o cultura; la reflexividad del investigador en tanto que investigador, con su perspectiva teórica, sus interlocutores académicos, sus hábitus disciplinarios y su epistemocentrismo; y las reflexividades de la población en estudio (Guber, 2001, p. 19).
De esta manera, a la participación en los eventos cotidianos de los sujetos a observar, se agrega la experiencia directa del investigador en estos actos cotidianos y la perspectiva teórica de quienes investigan. Esto supone una serie de estrategias que nos permitan alejarnos del objeto del estudio, en tanto práctica familiar, para poder acercarnos nuevamente, pero esta vez desde la investigación. Y aquí es sustancial, el posicionamiento teórico, tanto por la mirada disciplinada (Cardozo de Oliveira, 1996) como por las decisiones teórico-metodológicas tomadas para abordar el objeto. En este escenario, nuestro oficio cómo etnógrafos parte de cómo ser investigador, cómo ser practicante, cómo ser docente y actor al mismo tiempo. En relación a este punto, en nuestras investigaciones surgieron distintas situaciones que nos involucran con los sujetos de investigación desde nuestra condición de varones y de mujer, en los espacios del fútbol, murga y carnaval, y en el gimnasio de gimnasia artística, y en una posibilidad de poseer un saber especializado en nuestra experiencia como deportistas y entrenadores, pero también en nuestro lugar de docentes universitarios. En este sentido, podemos pensar la reflexividad que se enmarca en posicionarnos como investigadores en una cultura de la que somos parte.
Entrar al campo siendo investigadores y exdeportistas o entrenadores implica un doble trabajo de acercamiento al campo y de extrañamiento de los hechos y actos propios del campo con los cuales nos vinculamos desde nuestras infancias. Un acercamiento con estas características implica distintas relaciones al suponer el vínculo con el deporte cómo deportistas, partimos de la base que nuestra experiencia en el deporte se establece desde nuestra infancia, la adolescencia y la adultez en su práctica, y desde hace unos años a la fecha desde un carácter académico y profesional. Incluir la reflexividad, implica no solamente entender expresiones y sus significados, saber usarlos, aprehender los fenómenos producidos, sino también construir la realidad inminente de esas prácticas y afirmaciones. El trabajo de campo no se presenta sólo como una descripción de lo observado, sino -y fundamentalmente- como una experiencia. “Recolectar datos es ver sin mirar o atender, tocar sin sentir, oír sin escuchar” (Ingold, 2015, p. 227), mientras que aquí, se propone una antropología desde el cuerpo que toca, escucha, huele, desde una experiencia subjetiva, encontrando en este diálogo su carácter generoso. Y no solamente esto sino también atender las reflexividades señaladas desde nuestras distintas posiciones en un campo conocido desde su cotidianidad, por un lado y, por otro, extraño al deconstruir y contar desde la escritura académica este vínculo mencionado.
Conclusiones
Durante el trabajo intentamos mostrar debates sobre las relaciones entre tres tesis de maestría en las cuales se realizaron etnografías. El primer debate ético surge de las negociaciones con el trabajo de campo, a partir de la formación de quienes optan por hacer etnografías. Referirse al campo requiere de colocarse en un lugar particular para hablar sobre un lugar particular, aquel lugar en el que los actores sociales despliegan su vida, interactúan y producen situaciones que demandan nuestra atención, mientras otras pueden pasar desapercibidas. En estos casos, los marcos de referencia para mirar el campo fueron construidos a partir de formaciones deportivas de larga data, sumadas a formaciones universitarias de grado y posgrado en educación física y en antropología. Pusimos en juego nuestro universo epistemológico, histórico y sensible como construcción del problema de investigación, a partir de una mirada del campo que supuso estar en el lugar de manera profunda e intensa, pero también, con la pretensión de ver cómo ese lugar produce discursos sobre el universo en el cual reside. Es así que se nos fue presentando un dilema ético sobre cómo construir objetos de investigación (en contraposición con objetivar a las personas o su cosmovisión); y nuestro lugar de cercanía o lejanía frente a ese objeto. Es así que inevitablemente las personas nativas nos van narrando una perspectiva sobre el campo que se constituye necesariamente desde la otredad, una de la que no podemos ser parte, por estar observando y analizando con sentido investigativo. Al mismo tiempo, la inmersión en ese universo nativo, y el ejercicio reflexivo como parte de la etnografía, produce afecciones en nuestra propia experiencia y nuestro modo de mirar e incluso de narrar. Esto tiene que ver con la sensibilidad puesta en juego cuando observamos, y más aún cuando ponemos el cuerpo en la práctica que analizamos.
En el segundo apartado desarrollamos el debate ético sobre cómo el texto etnográfico expresa lo que nos pasa en el campo. Quienes etnografiamos vivimos y expresamos algo que debe ser descrito con precisión en un texto, no únicamente teórico o empírico, sino como una construcción que realiza la investigación. En este caso, organizado a partir del concepto de “curtir” el cuerpo. En las etnografías carnales (Wacquant, 2006), el cuerpo del investigador se curte como el cuerpo nativo, sensibilidad que nos lleva a vivirlo con mayor intensidad, sobre todo si esa introspección a la que denominamos reflexividad, nos transporta a interpelar nuestro pasado, nuestra construcción de género e incluso, nuestra forma de hacer deporte.
Esta reflexividad que nos llevó a preguntarnos cómo y por qué iniciamos deporte, y por qué volvimos a estas “canchas”, la desarrollamos en el tercer apartado. Al reconocer que las etnografías no solamente fueron espacios de producción de conocimiento a partir de la creación de nuevas categorías analíticas, sino que también fueron espacios interpelantes que surgieron de la formación antropológica, al brindar la posibilidad de ver a la investigación, al cuerpo y al deporte con, desde y hacia otros lugares.