Prólogo explicativo
Según la sociología gramsciana de los intelectuales, el intelectual orgánico -en oposición al carácter gremial del intelectual tradicional- surge a consecuencia de una función propia esencial en la vida económica, del proceso mismo de modernización (Gramsci, 2001a, p. 15). La tipología del marxista sardo, no obstante, comporta una trampa metodológica: deducir una actividad concreta de una función atribuible al sujeto. Sin embargo, en condiciones de desarrollo “desigual y combinado”, la actividad del sujeto modernizador puede quedarse “en retraso” de la función que el sujeto mismo se atribuye. El intelectual supuestamente modernizante puede no conseguir desplegarse de su ethos rutinario. En una sociedad donde las actividades intelectuales estuvieran todavía muy poco desarrolladas, el supuesto intelectual orgánico quizás no sería más que uno que hace de modernizador, quizás mismo un farsante, De ahí que la cuestión de la clasificación misma de los intelectuales en su contexto histórico sea una vexata quaestio de la sociología brasileña académica.
¿Dónde empieza, entonces, la modernidad intelectual brasileña? ¿Quiénes fueron sus primeros intelectuales? En una sociedad donde el desarrollo de la actividad intelectual fue tan tardío como en Brasil, el investigador necesita a menudo investigar tipos que en otros tiempos hubieran sido distinguidos con laureles de “modernos”, que hoy parecen sencillamente injustificados. Son personajes muy de salón, muy mundanos, que podrían encuadrarse perfectamente bajo el término de “cholulos”…
“Cholulo: (persona) que manifiesta un interés o admiración desmedidos por la gente del ambiente artístico, especialmente del mundo del espectáculo” (Diccionario Argentino, s.f.), es decir, alguien que afecta familiaridad con un papel que está muy por encima de sus medios reales.
Quizás parezca insólito que se empiece un artículo sobre la sociología de los intelectuales con un título que remite a la industria cultural y sus manifestaciones. Sin embargo, el diletantismo mundano es uno de los rasgos más salientes y tradicionales de los intelectuales. Y decía Gramsci que, debido a sus condiciones históricas de vida, los intelectuales son a menudo provincianos; según el marxista sardo, la filosofía de Nietzsche provino más bien de la lectura de folletines franceses por el filósofo que de su supuesta alta cultura (Gramsci, 2001b, p. 55). Y ese es precisamente el caso aquí. Hablaré de Paulo Francis, un personaje que disfrutó de una indudable y duradera influencia en los medios intelectuales brasileños, desde fines de los años 1950 hasta fines de los años 1980, mediante una actividad inagotable -precisamente a causa de su carácter sencillamente esperpéntico. Se trata de un rasgo no solamente idiosincrásico, sino que alumbra el entendimiento sobre el papel muy particular desempeñado por los intelectuales brasileños en el contexto general latinoamericano.
Introducción: una vida en modo subjuntivo
Cuando comencé, hace ya unos años, una investigación concienzuda del papel e influencia del periodista y niño terrible Paulo Francis (1930-1997) en la vida intelectual brasileña de los años 1960, no esperaba encontrar nada novedoso con respecto a los hechos biográficos consabidos. Vago simpatizante trotskista durante los años 1960 y 1970, converso al reaccionarismo rabioso hacia fines de los 1980, Francis ha sido sin embargo considerado hasta hoy como hombre de una cultura -sobre todo literaria- muy refinada. Un semiólogo tan reconocido como Kucinski, sin dejar de notar la afición de Francis hacia el cholulaje (“citaba con compulsión a famosos con quienes había tenido una cita cualquiera”; Kucinski, 1998, p. 85), también lo describe como un personaje que despilfarraba erudición.
Así que era normal que a semejante personaje se lo invitase a compartir conocimientos y experiencias en la televisión. En 1994, ya como connotado periodista conservador, Francis se presentó delante de un panel de otros periodistas en una emisión regular en la TV pública del estado de São Paulo -el programa semanal Roda Viva- para hablar sobre la publicación de un bosquejo autobiográfico. Dicho bosquejo -idiosincrático, a lo sumo-, que tenía como objeto las impresiones del autor sobre el Golpe de Estado brasileño de 1964, motivó un parloteo a trompicones sobre varios hechos de la vida del autor. Entre ellos, su supuesta plática con el anciano filósofo británico Bertrand Russell, que se había hecho pública como entrevista en el entonces ya extinguido periódico mensual Realidade. Respondiendo a una pregunta, Francis contestó que conversó con el filósofo y matemático británico sobre diversos asuntos, incluyendo la lógica matemática… (Roda Viva, 2015; la plática sobre la supuesta entrevista empieza en el minuto 37 del video). ¡Todo un chismorreo dudoso a lo sumo! Y, sin embargo, Francis logró salirse con la suya. Toda la entrevista transcurrió en una atmosfera áulica, con los periodistas de rodillas delante las obiter dicta de mal gusto (y también misóginas y racistas) del supuesto gran cofrade.
Recientemente descubrí que Francis, en el año 1970, tras el fallecimiento de Russell, había escrito y publicado una semblanza biográfica del filósofo, a modo de obituario, donde no mencionó haberlo entrevistado (Francis, 1970, pp. 163-165). La supuesta entrevista era, por lo tanto, falsa. Así como ocurrió con este caso, a muchas de las numerosas semblanzas autobiográficas de Francis se las puede tomar sencillamente como supercherías, y a Francis se lo puede considerar como taimado mitómano.
El caso particular de la supuesta plática con Russell es digno de señalarse puesto que revela el carácter consciente de la mitomanía de Francis. No se trataba de hojarasca verbal -simple jactancia de presumido-, sino de impostura reflexionada de antemano que buscaba a un blanco muy concreto, el de mitificar su propia persona. Es un rasgo característico de la mitomanía el carácter plausible, no del todo improbable, de sus ficciones. El mitómano no miente en vista de una motivación específica, de una ventaja cualquiera, sino que se hace su propio mitógrafo, se concede el derecho a la mentira (Berechtigung zur Lüge) del cual habló Nietzsche (Veyne, 1983, p. 152). La ficción autobiográfica es utilizada a modo de metáfora de lo que “pudiera haber sido” o, más exactamente, de lo que debiera haber sido.
Así que Francis no entrevistó a Russell como corresponsal de Realidade en Europa. Y, lo que es más, este esperpento no fue de modo alguno único. Es también muy poco probable que haya sido testigo de los hechos del chienlit francés de mayo del 1968, o que haya marchado codo a codo con Marguerite Duras, Jean-Louis Barrault y Sartre alrededor de las barricadas parisienses. Además, es también poco probable que hubiera discutido en el sitio mismo las fortunas de la Primavera de Praga con un diplomático y directivo comunista checoslovaco -todos supuestos sucesos descritos tardíamente en sus textos periodísticos- (Francis, 2012, pp. 280-285).
Por otro lado, probablemente no fue detenido cuatro veces por la dictadura militar brasileña, y ciertamente no fue inscrito en una lista negra donde estaban enumerados los próceres intelectuales que debía ajusticiar la dictatura en caso de emergencia nacional. Lista negra esta donde Francis estuvo inscrito, supuestamente, en los primeros lugares, detrás solamente del intelectual católico Alceu Amoroso Lima, del arzobispo Hélder Câmara y del anciano periodista y editor Carlos Castello Branco…1
Sin embargo, Francis trabajó como corresponsal ubicado en Europa durante 1968, cuando compuso especialmente un reportaje sobre el movimiento contracultural Provo en Holanda (Francis, 1969), reportaje hecho junto con el fotógrafo estadounidense David Drew Zingg. Seguramente fue detenido dos veces (en 1968 y 1970) por la dictadura militar brasileña, ambas detenciones ocurridas durante olas de arrestos masivos de periodistas y otros usual suspects (Quadros, 2018). Estuvo una vez a punto de que una pandilla de militares ultraderechistas le secuestrara en la cárcel del cuartel donde estaba detenido para ajusticiarlo (Marques, 2020), lo que ocurrió a muchísimos otros. Así que la mitografía personal de Francis se encontraba involucrada en la realidad, desde la medianía de su condición de intelectual y periodista. Medianía desde la cual se alzó por medio de la mitomanía a la presunta condición de primus inter pares.
Asimismo, resulta bochornoso que esas ficciones hayan sido publicadas como periodismo genuino en periódicos de referencia y consumidas como tales, e incluso republicadas en libro como de antología. Así que una determinada creencia -socializada y, por lo tanto, social en su carácter propio- necesita ser entendida en términos de la función social ejercida por los intelectuales en la dinámica particular del proceso de modernización brasileño.
Paulo Francis autor de Paulo Francis
Para empezar con una descripción, ya la hizo mejor Cervantes (1605/s.f.): “y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones (…) que para él no había otra historia más cierta en el mundo”. En este caso, lo más importante no es tanto la tozuda mitomanía de Paulo Francis, sino el hecho que tal mitografía haya sido largamente creída.
Es evidente que, incluso a comienzos de los años 1990, las tecnologías más utilizadas impedían que a Francis se le refutara directamente. En el ejemplo de la supuesta cita con Bertrand Russell, sería necesario, para que se negase categóricamente su existencia, no apenas echar un vistazo, sino consultar una colección completa microfilmada de un periódico extinguido en la Biblioteca Nacional, en su ubicación en Rio de Janeiro, haciéndose una búsqueda física a todas sus ediciones, sin excepciones, página por página. Como escribió Veyne, diez años antes de la entrevista de Francis, no es posible criticar a un periodista por no respetar a sus fuentes sino en caso de accidentalmente atraparlo en flagrante error. Hasta una fecha muy reciente, ¿quién podría verificar? (Veyne, 1983, p. 22). Es un elemental principio de lógica formal que no se pueda hacer prueba positiva de una negación, en este caso, que Francis no hubiera tenido una cita con Russell o no hubiera visto a Sartre en las barricadas de mayo de 1968. El periodista “hace historia”, en el sentido de que su versión publicada es usualmente la descripción generalmente aceptada de los hechos. Como escribió el mismo Veyne: hasta una fecha muy tardía, este era también el método de los historiadores -el de supuestamente consultar sus testigos y componer una versión, apoyándose en su reputación personal- (Veyne, 1983, p. 21).
Sin embargo, y hablando de reputaciones, la de Francis como columnista era, desde muy temprano, harto dudosa, y es sorprendente cómo consiguió profesionalmente salvar su pellejo muchísimas veces. Kucinski, aunque lo tenía en alto concepto, lo apodaba asimismo como “ícono del periodismo calumnioso” (Kucinski, 1998, p. 84). A Francis le gustaba, además, el cinismo: en una su columna de los años 1970 -cuando todavía no se había convertido en bufón reaccionario y militaba en las filas del cholulaje trotskista- dice sencillamente: “ya es demasiado tarde para que yo busque otra suerte de trabajo que pueda rendirme tantos ingresos y me demande tan poco, el vivir sin horarios y el hablar de mí mismo todo el tiempo (sic)” (Francis, 1970, p.109).
Lo que hace muy raro el renombre intelectual del que Francis gozó entre sus contemporáneos es que al leer sus textos o escuchar sus pláticas hoy, el rasgo que más llama la atención es su exhibicionismo extendido, así como su vulgaridad. Vulgaridad además muy callejera y, en cuanto a su blanco, muy de letra de tango: “el que no llora no mama” (Santos Discépolo, s.f.). Ya Kucinski advertía sobre este rasgo de Francis, su obsesión por llamar la atención sobre él mismo a través de chistes y chocarrerías que circulaban en el ámbito público con “la misma naturalidad de embrollos de pueblo” (Kucinski, 1998, p. 84). Lo que es llamativo es que lo hacía, aparentemente, de forma de resaltar no sus puntos fuertes, sino, al contrario, los débiles.
Además, Francis fue un connotado acosador y estafador periodístico, y era notorio el hecho de que incurría en errores muy burdos (de sitios, fechas y nombres de personas; Kucinski, 1998, p. 85) mayormente cuando presumía de conocimientos que no tenía. Sus colegas más cercanos lo conocían bastante para que no dejaran de enterase de sus chapucerías autobiográficas. Un colega suyo, el satírico y dibujante Millôr Fernandes, dijo tras la muerte de Francis que los bosquejos autobiográficos de su amigo consistían, de hecho, en una biografía a medias, una “semibiografía” -o, más exactamente, una ficción autobiográfica- (Fernandes,1997). Sin embargo, con excepción de un panfleto acusatorio cuyos fines se despliegan en su subtítulo mismo (El buceo de la ignorancia en el pozo de la tontería; Jorge, 2016), hay disponibles en el mercado por lo menos dos biografías periodísticas de Francis (Piza, 2004; Nogueira, 2010) donde se lo trata sencillamente como un intelectual auténtico y erudito.
¿En qué consistía propiamente tal erudición? En primer lugar, Francis empezó su carrera periodística como exactor y crítico teatral, tras su retorno de Nueva York, donde habría estudiado una supuesta maestría -que había quedado inconclusa- en la Columbia University bajo la tutoría del experto en Literatura Dramática Eric Bentley, muy entendido en la obra de Shaw y traductor de Brecht. Tal episodio es muy dudoso: primero, porque Francis jamás obtuvo una graduación en Brasil (Fonseca, 2001, p. 41); segundo, porque cuando él escribió su currículum, en la temprana fecha de 1966, no hizo ninguna mención a sus supuestos estudios de teatro en Estados Unidos (Francis, 1966, pp. 1-12). Solo en 1980 él escribe que había “pasado un rato” en Nueva York estudiando Literatura Teatral Comparada… (Francis, 1980, p. 112). Sin embargo, es cierto que poseía una inusual cultura literaria anglófona.
Presumir de anglofilia, en el Brasil de la Era Vargas, era a lo sumo algo más que un rasgo cultural ordinario: implicaba enlazarse a la modernidad tecnológica, al contrario de la cultura afrancesada de las élites más tradicionales (Freire-Medeiros, 2005, pp. 12 -13). No importaba que tal cultura fuese muy defectuosa -un montón desordenado de chismes, reseñas de películas, citaciones escasas de Elliot y Pound, e informaciones sacadas de solapas de libro-, al público pretendido le daba igual. Audaces fortuna iuvat.
¿Quién fue, entretanto, este público? Para que se explique el peregrino renombre del cual disfrutó Paulo Francis como supuesto hombre de cultura se hace necesario empezar por explicar un rasgo muy característico y raro de la colonización de la América portuguesa, contrariamente a la de Hispanoamérica: la ausencia casi total de la universidad como aparato ideológico de Estado y parte de la esfera pública. La colonización de Brasil fue un emprendimiento mercantil de carácter mayormente privado (Abramo & Karepovs, 2015, p. 63), así que no se necesitó a muchos intelectuales burócratas. Como dice Darcy Ribeiro, se necesitaban solo a algunos curas, administradores y militares profesionales -todos, cuando necesario, graduados en Coimbra- (Ribeiro, 2022, p. Ribeiro). La independencia no trajo grandes cambios, así que la monarquía fundó algunas facultades aisladas para la formación de expertos institucionalmente atestados: médicos, ingenieros, militares y abogados (Carvalho, 2007, p. 19). Y los escasos grados académicos eran más bien distinciones sociales; los que efectivamente ejercían de médicos, abogados e ingenieros en el Brasil novecentista eran, en su mayoría, respectivamente, matasanos, rábulas y maestros de obras (Coelho, 1999).
Así que no hubo en Brasil, hasta una fecha muy tardía, una cultura literaria común a las élites que pudiese encuadrar el debate político dentro de un cuadro intelectual genérico, sino apenas una cultura literaria mayormente ornamental, señal de superioridad de los happy few hacia todos los demás -ahí incluidas las capas inferiores de la burocracia y una “clase media” muy reducida- y muy confundida, hasta una fecha muy tardía, con el lumpen urbano contemporáneo. La lógica del patrimonialismo entrañado en todas las relaciones sociales determinaba, en palabras de Sevcenko, que “la efectiva capacidad técnica y el talento real fuesen más bien obstáculos al éxito personal” (Sevcenko, 1999, p. 50). Las funciones de los intelectuales tradicionales eran muy reducidas y conforme a la definición de Gramsci: les cumplía hacer de intermediarios directos entre la administración y las poblaciones, en una dirección de aduanas, una fiscalía, etcétera (Gramsci, 2001a, p. 23).
Se atribuye el surgimiento de una intelligentsia de clase media en Brasil al proceso de modernización económica iniciado con la revolución política de 1930, el cual habría determinado que la pequeña burguesía reducida fuese llamada a desempeñar tareas políticas como intelectuales orgánicos (tecnócratas y expertos) en el proyecto populista-autoritario de la Era Vargas. En dicho proceso, la universidad tendría la función de ejercer tareas concretas de modernización administrativa y productiva (Carvalho, 2007, p. 24). Es una explicación, sin embargo, que adolece de hacer de la tipología gramsciana una dualidad absoluta: como si los intelectuales tradicionales se hubiesen convertido en intelectuales orgánicos en su totalidad. Borrón y cuenta nueva.
Sin embargo, el intelectual “orgánico”, como especialista, no sustituye jamás completamente al intelectual “tradicional” generalista, por muy superficial que este sea. En una cierta medida, la legitimidad del intelectual en el ejercicio de sus funciones particulares depende necesariamente de su “cultura general”, del dominio de un “capital cultural”, en el sentido de Bourdieu (1979), aceptado por todos como tal. Así que, en el caso de Brasil desde los años 1930, el nuevo protagonismo de una clase media muy agrandada hacía necesario que esta no durmiese sobre sus laureles objetivos, sino que se suministrase una dosis de cultura letrada tradicional, por más engañosa que esta fuese. Además, los intelectuales disponibles eran mayormente francotiradores (Santos, 1967): autodidactas que ganaban su pan máxime en el periodismo (Sodré, 1966, p. 334). Serán en gran parte estos intelectuales pequeñoburgueses, sin conexiones previas con las capas de los letrados tradicionales, los maîtres a penser de la nueva clase media, a la que se ofrecía una cultura general -o una caricatura de esta, su versión como farsa-. El estrafalario ensayismo de un Paulo Francis correspondía a una necesidad de poder hablar “de todo un poco”.
Escribió Bourdieu que, en materia de autodidactas, los hay de dos clases: en primer lugar, los autodidactas del “viejo estilo”, los intelectuales de botica, como dice Gramsci (2004, p. 408), especialistas en generalidades, que intentan valorar migajas de erudición delante de un público, saliendo frecuentemente malparados. En segundo lugar, los autodidactas del “nuevo estilo”, que han tenido una formación que ha restado mayormente inacabada, así que conocen bastante la cultura convencional para intentar devaluarla. No buscan jactarse de conocimientos convencionales, sino que buscan valorar lo que es novedoso y relativamente poco conocido (Bourdieu, 1979, pp. 423-431). Esto los autoriza a erigirse en autoridad y a pretender ejercer papeles de intelectuales orgánicos.
Nieto de un comerciante alemán de café, hijo de funcionario de multinacional petrolera, Paulo Francis fue en principio apenas un miembro más de las capas inferiores de la burguesía en decadencia, ya que su padre intentó sin éxito convertirse de funcionario privado en empresario (Francis, 1980, p. 36). Tuvo una familia disfuncional: su padre enviudó a consecuencia de un embarazo tardío de su esposa que él, fiel de la ciencia cristiana, no habría cuidado; suceso ese que ensombreció duraderamente la vida de la familia (Kucinski, 1998, p. 93). Tuvo un hermano mayor, ejecutivo emergente, muerto en un accidente aéreo (Francis, 1980, p. 22). Así que, como muchísimos otros intelectuales brasileños contemporáneos, Francis tuvo de buscar, en la adquisición de un capital cultural cualquiera, una estrategia de compensación que le permitiese enfrentarse a una serie de hándicaps que se traducían en amenaza de declive social (Miceli, 1979, p. 26).
Francis tuvo lo que Bourdieu describe como característico de los “nuevos” autodidactas: una vida escolar relativamente larga, pero descompensada e interrumpida (Bourdieu, 1979, p. 409). De seguro, se sabe que hizo la enseñanza primaria con los padres benedictinos, la secundaria con los jesuitas. No ganó premios -y justificadamente, si uno piensa en los disparates sobre la hagiografía y el catecismo de los que sus escritos están plagados-. Escribió, por ejemplo, que San Francisco de Asís “comió heces de asno como penitencia” (Francis, 1970, p. 186). Y también, en una pieza sobre la sucesión de Pablo VI, que “el Colegio Cardenalicio es el sucesor del Senado Romano, cuando Diocleciano lo bautizó (sic)” (Francis, 2016, p. 98).2 Finalmente frecuentó la Facultad de Filosofía en Rio de Janeiro, también sin brillo y sin graduarse. Tuvo asimismo un mínimo de cultura literaria que decidió su elección de carrera, ya que a los periodistas les basta saber escribir para que se les considerara intelectuales (Gramsci, 2001a, p. 53).
Desde muy temprano, Francis supo echar una cortina de humo sobre su biografía, así que su bien conocida arrogancia y sus modos de matón eran un disfraz efectivo de su inseguridad hacia sus mayores. Si hubiese nacido antes de la Era Vargas, quizás pudiese haber anhelado una situación subalterna de periodista y/o de funcionario (Miceli, 1979, p. 184); tuvo, sin embargo, lo que Kucinski denominó el golpe de fortuna de haber crecido en el tiempo y la ubicación más oportunos: en el Río de Janeiro todavía capital federal, entre la caída de la dictadura Vargas en fines de 1945 y el Golpe Militar de 1964 (Kucinski, 1998, p. 89). Donde antes la administración solo necesitaba a unos cuantos jueces, funcionarios y doctores para controlar a las poblaciones, ahora se hacían necesarios intelectuales de nuevo tipo. Y no apenas como técnicos en sus especialidades, sino como intelectuales movilizadores.
Francis empezó en el periodismo como crítico cultural, trasladándose posteriormente al periodismo político a comienzos de los años 1960 en el diario Última Hora, fundado menos de diez años antes por el judío ruso /ucraniano Samuel Wainer, que había creado dicho periódico intentando utilizarlo como base propagandística del segundo gobierno Vargas. Así que Wainer deseaba ofrecer soporte a la agenda económica modernizante de dicho gobierno, juntamente a sus políticas de promoción de las clases populares, mayormente la clase obrera urbana. El periódico de Wainer, como Paulo Francis mismo admite, era un cruce de periódico político con un tabloide lleno de “mujeres, charadas y otros entremeses” (Francis, 1966, p. 10).
Francis describió su traslación al periodismo político como una sencilla extensión de sus actividades como crítico teatral. El daba por sentado que el desarrollo de la escena nacional dependía por lo mismo del desarrollo económico general y, a consecuencia, del presupuesto estatal. Por eso escribió que “antes de cambiar al teatro, es necesario cambiar al gobierno” (Francis, 1966, p. 10). Pero las razones de Francis para desarrollar un interés político no fueron las mismas que hicieron que Wainer lo reclutara como panfletario y mascota. Aparte de sus dudosas simpatías trotskistas, Francis se había hecho conocer hasta entonces apenas como crítico teatral excéntrico y pendenciero, muy aficionado a libelos. Si a Wainer le interesaba reclutar a Francis como un periodista para funciones de agitación y propaganda, a Francis le interesaba lo que Bourdieu llama una estrategia de bluff social (Bourdieu, 1979, p. 421). Deseaba a todo costo evitar el declive social, y con él la confirmación de su condición de vago (Francis, 2016, p. 173). Lo hizo tomando las cosas, a su manera, muy en serio, ya que no podía escapar de la ansiedad de la ignorancia (Bourdieu, 1979, p. 381). Y encontró su ubicación mayormente en la crítica cultural y literaria.
Dicha crítica, a menudo superficial y anticuada, representaba sin embargo un intento de formalización estética según el canon modernista de la época, de superación de la cultura literaria de tertulia y de salón, de dependencia hacia los eruditos establecidos (Kucinski, 1998, p. 90). Para entender cómo una figura tan de salón se hizo aceptar como sumun del intelectual crítico, se hace necesario considerar que su cultura fue, en su tiempo, la misma de aquellas que Schwarz denomina “las multitudes chicas de expertos imprescindibles e insatisfechos”: los profesionales especializados, públicos y privados, sin embargo “sensibles al horizonte de la revolución” (Schwarz, 2001, p. 16).
Leer los renglones de Paulo Francis sobre Shakespeare, Shaw y otros hoy es quedarse sorprendido por su superficialidad, su reproducción de opiniones convencionales mayormente tomadas prestadas de la crítica foránea, especialmente la estadounidense. Se trataba mayormente de expresión de una cultura de escaparate, un boliche donde todas las mercancías disponibles estaban a la vista del público. Y, sin embargo, sería un error comprender el caso de Paulo Francis como pura anécdota de plagio. Los cambalaches autobiográficos e intelectuales de Francis eran tan descarados como burdos, e intentar explicarlos es explicar las condiciones sociales propias en que pudieran haber sido creídos.
Así, es necesario tener en cuenta que Francis escribió a un público pequeñoburgués que no conocía casi nada de las materias tratadas. Este era un público que necesitaba proveerse de una erudición de préstamo, por más caricatural que fuese. Como escribió Schwarz, ofrecer cultura supuestamente refinada a la “nueva” clase media se tornó un gran negocio en el Brasil de fines de los años 1950 (Schwarz, 2001, p. 14). Puede concederse que tal búsqueda por cultura se hacía de buena fe, pues correspondía, en la visión del mismo Schwarz, al deseo de toda una sociedad de hacerse inteligente. Como concluye, irónicamente, el mismísimo autor: este fue un momento histórico en el cual hasta los diputados solían hacer discursos interesantes (Schwarz, 2001, p. 20). En este contexto, los renglones de Francis, por muy prestados que fuesen, tenían un papel histórico que desempeñar.
Lo que Francis mayormente tomó prestado de la crítica contemporánea anglosajona fue la noción de distanciamiento brechtiano, el acercarse a una situación (cultural y/o política) “desde las afueras” (Francis, 1966, pp. 106 -107). Ese distanciamiento coincidía con la política de la izquierda de aquella época, que fue la política de una pequeña burguesía radicalizada que sustituía a las clases populares. La farsantería de Paulo Francis -su pretensión de erigirse en intelectual cosmopolita de cultura céntrica- fue el mismo afán de esta pequeña burguesía de erigirse en clase revolucionaria. Por ende, dicha farsantería no provino solamente de un vulgar plagio, sino del deseo de llenar un papel que le permitiera desempeñar una posición de influencia y mando. Algo así como el Pierre Menard de Borges, que expresaba sus propias opiniones cuando repetía literalmente a Cervantes (Borges, s.f.).
La clase media como troupe de farsantes
La agenda política de la izquierda brasileña de principios de los años 1960 era más antimperialista que socialista, teniendo por retos la modernización económica y la democratización política radical. Tales retos estaban apoyados en un presunto frente amplio que congregaba, en palabras de Schwarz, indistintamente “a las masas obreras, el lumpen, la inteligentsia, los magnates nacionales y el ejército” (Schwarz, 2001, p.13).
El mismo Paulo Francis, en uno de sus mejores momentos, expresó sus dudas sobre la viabilidad y oportunidad de tal coalición: en una recensión del espectáculo teatral Arena conta Tiradentes, que buscaba ensalzar la figura del prócer independentista ilustrado mediante una representación distanciada, brechtiana, escribió:
Sabemos allí que el pobre del nordeste necesita una finca, y que Tiradentes dio su vida en contra del imperialismo (sic) portugués. El (entonces dictador) Mariscal Castelo Branco sostendría igualmente el reclamo y el honor. Él y su banda conmemoran (Tiradentes) y aprobaron una Ley de Tierras (Francis, 1966, ps.163-164).
Es lo mismo que dice Schwarz, en un tono académico, sobre el mismo espectáculo: allí tenemos a un héroe que expresa un reclamo ideal (y un poco aburrido) en contra de villanos que tienen intereses concretos (Schwarz, 2001, p. 43). Un proceso de modernización que no tiene un sujeto concreto -y por lo tanto un blanco definido- es algo finalmente vacío en cuanto a sus fines.
Como en muchísimas otras ficciones más bien progresistas de trasfondo histórico latinoamericano, añade Schwarz que, en Tiradentes, el innegable entusiasmo que impulsa al héroe es una fuga hacia adelante, ya que el trasfondo concreto reside precisamente en las divisiones de intereses en el seno de la coalición opositora. Los villanos, al contrario, están organizados en un sólido bloque, compactado por la conciencia de clase, lo que Schwarz toma por consecuencia necesaria de la política populista y reformista, y lo que él llama su universalismo burgués: “ya que las masas no son homogéneas, mejor que se las una por el entusiasmo que separarlas por un análisis crítico de sus intereses” (Schwarz, 2001, p. 43).
Asimismo, en todo caso no existía en el liderazgo de los “de abajo” un sujeto de clase evidente, y Paulo Francis ya señalaba el mismo entusiasmo inefectivo e “imparcial” en la dramaturgia política de Bernard Shaw (Francis, 2016, p. 135), cuyo contenido propio era lo que Trotsky nombraba “líquido fabiano”, presuntamente inodoro e insípido (Trotsky, 1930/2011).
Lo que se planteaba, en el Brasil de los años 1960, era una especie de revolución pasiva, en el sentido gramsciano: un proceso de modernización/democratización en el cual la posición protagónica fuera asumida por una pequeña burguesía supuestamente ilustrada, en la cual el filósofo Vieira Pinto vio el sujeto de la consciencia de desarrollo contemporánea (Pinto, 1956). Este era un sujeto que pretendía dominar, en vez de dirigir, a los de abajo (Gramsci, 2002, pp. 328-329). Así dijo el intelectual negro Guerreiro Ramos: cuando los intelectuales pequeñoburgueses intentan hacerse funcionarios del espíritu, comienzan por “jugar al demiurgo, al Espíritu del Mundo (…) a dictar la Weltsanschauung” (Ramos, 1963, p. 210).
Este es un papel similar al que desempeñó Paulo Francis durante los años 1960 como periodista, ubicado, como simpatizante, en las filas del Varguismo radical de Leonel Brizola. Hay una anécdota del periodista Moacyr Werneck de Castro que describe bien el bonapartismo de salón de su colega: él dice que Francis, en vísperas del Golpe de 1964, telefoneó, de su oficina en Última Hora, a un general supuestamente legalista y le “explicó” con descaro la estrategia antigolpista que debía seguir (Castro, 1997).
Por lo mismo, aun un intelectual contemporáneo de estatura mayor como Darcy Ribeiro, confrontado con la tarea de superar el carácter colonial de la sociedad brasileña, piensa a partir de lo que él denomina la nadiedad de las masas coloniales, su ausencia de identidad propia (Ribeiro, 2022, p. 99). Esta ausencia se superaría cuando se la plasmara a una latinidad tardía, una nueva Roma lavada con las aguadas de dos sangres: la indígena y la negra (Ribeiro, 2022, p. 198). Eso significa, por ende, otorgar a priori el mando del proceso de constitución de la identidad nacional precisamente a los colonizadores originales. Además, el tema de Brasil como “nueva Roma” es especialmente problemático, dado que imparte al tema de la emancipación nacional un carácter mesiánico y hegemónico, expresado por un universalismo de pacotilla. Como añadió irónicamente Guerreiro Ramos, “esto es Brasil” -un país donde el gobierno remunera profesores para que estos se hagan ideólogos y funcionarios de un presunto Universal- (Ramos, 1963, p. 210).
Estas son condiciones que hacen que, aparentemente, ¡da lo mismo un burro que un gran profesor! Sin embargo, el carácter farsesco de tales manifestaciones expresa el deseo de “glorificar las nuevas luchas y no para parodiar las antiguas, para exagerar en la fantasía la misión trazada y no para retroceder ante su cumplimiento en la realidad” (Marx, 1851/2000).
Por muy históricamente legítimas que fuesen, tales pretensiones despilfarradas expresaban no la potencia de los intelectuales pequeñoburgueses, sino un aislamiento que provenía precisamente de su posición de clase, la cual les hacía desear simultáneamente dos cosas contradictorias: ejercer de líder de los “de abajo”, mientras se los rechaza. En su Literatura y Revolución, Trotsky describe esta situación particular de los intelectuales, a los cuales califica como un trozo de retaguardia, un vagón de cola en un tren de equipaje del Ejército Rojo. Los intelectuales siguieron la dirección impartida por la clase rectora -en el caso, el proletariado; sin embargo, estaban bastante alejados y podían descarrilar sin saberlo- o incluso caer prisioneros de los Guardias Blancos (Trotsky, 1924/1991, p. 265).
Añade Bourdieu (1979) que la relación del intelectual de “clase media” con la cultura de su clase dominante contiene siempre una cierta ansiedad. Un Paulo Francis descendiente de una familia de pequeños burgueses claramente desprovistos de cultura propiamente literaria extrañaba la posibilidad de una relación más distendida con las manifestaciones de la alta cultura en general. Así que toda su vida intentó superar esta dificultad haciendo pastiches literarios, musicales, etcétera, que frecuentemente tenían un efecto bumerán. Intentaba también salirse con la suya pretendiendo un purismo doctrinal, principalmente en literatura -la misma suerte de purismo que Trotsky detectaba en los críticos teatrales de la URSS de su tiempo-. En estos dos casos, el presunto rigorismo cultural y vanguardista estuvo al servicio de una estrategia de acumulación de capital de influencia política. En el caso brasileño, sin embargo, donde el intelectual no estaba bajo control político de un partido presumiblemente de vanguardia, el mismo intelectual “radical” hacía de francotirador intelectual y político.
Un contemporáneo mayor que Paulo Francis, el intelectual comunista -y militar- Nelson Werneck Sodré, veía en la “nueva” clase media de los 1960 el sujeto político obligado de un proceso reformista radical de democratización y modernización. Así que Sodré, que pensaba en términos de una política reformista de Frente Popular por la cual dicha clase media arrastraría a las clases populares, criticaba la conducta de “radicales libres” del tipo de Francis y su tendencia a “darse prisa”, movidos por individualismo y presunción (Sodré, 1994, p. 223).
Era ya sencillamente claro, en los años 1960, que las políticas reformistas y populistas de viejo tipo eran insuficientes, especialmente en vista de los fines de democratización radical que se les proponían. Pero el “nuevo” radicalismo contemporáneo, basado en lo que Paulo Francis llamaba de libertad de acción “fluyente y de múltiplos vectores” (Francis, 1970, p. 82), carecía de consistencia. Expresaba más bien el deseo de intelectuales pequeñoburgueses “nuevos” de alzarse a una situación de mando sin más ni más.
Como señala Bourdieu (1979), el intelectual “nuevo” y radical es con frecuencia uno que tuvo una trayectoria supuestamente ascensional interrumpida, y su radicalismo y doctrinarismo novedoso son maneras de intentar reanudar tal trayectoria. Así es que el presunto radicalismo del intelectual pequeñoburgués independiente tiene un trasfondo reaccionario, en el que expresa un anhelo de reconocimiento por los “de arriba”.
Así que, cuando un proceso de radicalización general se malogra por la ausencia de un empuje de los “de abajo”, es común que el mismo intelectual radical busque el mismo reconocimiento que extrañaba en su militancia ultraizquierdista, al revés, en una militancia reaccionaria, igualmente sectaria y farsesca. En última instancia, le da igual. Por ello, durante la mayor parte del gobierno convencionalmente derechista y neoliberal de Cardoso, Francis anheló y obtuvo, como bufón reaccionario chocarrero, el reconocimiento que no había obtenido como intelectual ultraizquierdista y presunto vanguardista durante el populismo de los años 1960 y los años de plomo de la dictadura. Hacía, en la democracia burguesa neoliberal de los años 1990, un bis de la estilización periodística calumniosa que había hecho el dramaturgo Nelson Rodrigues durante los años 1970 (Schwarz, 2001, p. 53). En ambos casos, el carácter matonesco de los convicios y berrinches -berrinches de los que hay, en el caso de Francis, una antología en video (Bonoro, 2018)- hacía subrayar su fatuidad común.
Así es que el proceso de radicalización, al parecer, termina trágicamente, con los intelectuales pequeñoburgueses convertidos en comediantes y el proceso mismo sumergido en el olvido. Pero ¿habrá una alternativa?
Conclusión: alrededor de un poema de Pound
En el escaparate cultural de Paulo Francis, una de las pièces de résistance, entre las escasas mercancías de su boliche intelectual, fue el poema narrativo de Ezra Pound Hugh Selwyn Mauberley, escrito por el poeta estadounidense hacia 1920. De este poema es que Francis sacó la cita, que utilizaba a diestra y siniestra, donde el poeta por medio de su alter ego decía haber nacido en (según la traducción española de Banda) “cierto semisalvaje país” (Dávila, 2022). Esta cita era su manera de ponerse por encima de su propia sociedad -y el hecho de que a Francis le diera igual el lamentable historial político de Pound es bien característico-. Sin embargo, como en muchas citas similares, Francis torció el significado original del poema, ya que Pound añade, al sentimiento de su propia expatriación, la conciencia de la fatuidad de alguien que quedó (aquí en la traducción de Silva-Santisteban) “indiferente ante ‘la marcha de los acontecimientos’” (Dávila, 2022), y abre la segunda pieza del poema con una declaración en favor de una poesía contemporánea de su propio tiempo: The age demanded an image /Of its accelerated grimace (Pound, s.f.).
Es exactamente lo contrario lo que hace Francis en un artículo tardío, en el cual reflexiona sobre sus pláticas literarias durante los años 1960 con el poeta y crítico Mário Faustino y concluye que la obra de Pound, con su mezcla de los clásicos y de lo popular, sería por ende esencialmente “bárbara”, en lo que igualaría “las tonterías de una mujer de Kansas” con Homero y Confucio (sic), terminando por decir que el magnum opus poundiano, los Cantos (cuya lectura por Francis es mera suposición), serían “cháchara, de la primera palabra hasta la última” (Francis, 2016, pp. 185-186). Así que él, Francis, prefirió mantenerse en su pedantería de engreído, no obstante su falsedad.
Es importante subrayar que, en una determinada coyuntura histórica, a Francis le fue posible ejercer de intelectual tradicional y de hombre de cultura, poniendo en pie una mascarada bien sucedida. Se le subió el humo a la cabeza a tal punto que llegó a declarar -en el cenit de su trayectoria como militante reaccionario- que su posición como intelectual era solamente compatible “con quienes se bañan cada día” (Francis, 2016, p. 395). Olvidó que a los truhanes solo se les permite estafar mientras se complace a los de arriba. Por eso perdió pie -y la vida misma- cuando intentó lanzar una campaña que a los happy few no les interesaba.
Si, como dijo Trotsky, el intelectual pequeñoburgués exasperado es un fracasado (o “anegado”) que desea alzarse aporreando la mesa (Trotsky, 1933/2020), puede hacerlo de dos modos distintos. Normalmente, parodia a los de encima. Incluso cuando está muy rabioso, sin embargo, se hace el cholulo, el “admirador de los integrantes de la farándula” (Conde, 2011, citado en “Cholula (argentinismo)”, 2023). En las condiciones del Brasil populista de los años 1950 y 1960, e incluso durante la dictadura militar, tal papel movilizador del intelectual pequeñoburgués era todavía posible; en las condiciones de una hegemonía neoliberal excluyente, como a fines del siglo XX, tal papel no le fue más posible, o deseable, desde el punto de vista de los “de arriba”. Al morir de un ataque cardíaco en su domicilio en Estados Unidos, donde respondía a una acción de libelo promovida por directores de un ente estatal brasileño (Kucinski, 1998, p. 94), Francis se llevó consigo la posibilidad del intelectual pequeñoburgués de hacerse una carrera como diletante mundano.
Se podría decir así que el proceso de modernización burguesa y el reciente desarrollo de la universidad como institución nacional en Brasil le hubiesen retirado al intelectual tradicional la posibilidad de ejercer una función propiamente rectora, función esta que incumbiría de ahí en adelante a los intelectuales orgánicos de cultura universitaria -incluidos los surgidos de las capas populares, de los “de abajo”-. Desgraciadamente, no es así. El proceso de desarrollo brasileño es sobremodo desigual por no haber echado de lado a una muchedumbre de pequeños burgueses disgustados para los cuales la ausencia de pensamiento disciplinado y una ignorancia pareja a una erudición desordenada son “menos” que pueden convertirse en “más” (Trotsky, 1933/2020). Así que el intelectual diletante podía desempeñar, hacia las capas retrasadas de la pequeña burguesía, el papel de quien propone consignas reaccionarias -o propiamente fascistas-. Un papel ya desempeñado, en su tiempo y sitio, por Pound y otros por el estilo.
Así que no es azar que la posición de ideólogo en jefe del gobierno de Bolsonaro haya sido ocupada por un personaje que compartía con Francis el gusto por ensalzarse a sí mismo, poseer una biografía pública mitologizada y una cultura literaria muy defectuosa. Sin embargo, tal personaje poseía también rasgos muy diversos: el discurso anti-Ilustración enmarcado en una sencilla obscenidad, el catolicismo ultramontano, una vulgaridad sencillamente plebeya (Dunker, 2018). Como dijo Schwarz sobre el paisaje ideológico de la dictadura: cuando uno quita el barniz modernista a la clase media presuntamente educada, se queda uno con el pequeñoburgués exasperado y “sus tesoros de tontería rural y urbana” (Schwarz, 2001, p. 21). Sin perder nada de sus rasgos esenciales -individualismo, sumo arribismo- el cholulo se convierte en militante fascista. La tragedia del activista fascista es, al mismo tiempo, la repetición como farsa de la modernidad supuesta del cholulo, su supuesto mayor.
En fin, el destino del intelectual de clase media no está en él mismo, sino en el de su clase, la pequeña burguesía. Y el destino de esa clase le es, en gran parte, ajeno a ella misma. Si con Lula y el PT la izquierda de Brasil supo proveerse de un liderazgo político proveniente de los de abajo, no supo proveerse de una ideología hegemónica correspondiente. Esta es la tarea que quizás la Historia imponga realizar. Se impone por ahora una conclusión: la larga carrera de Paulo Francis y su derrumbe son una metáfora del derrumbe de un proyecto de revolución pasiva, en sus tres vertientes sucesivas: el nacional popular, el autoritario y el neoliberal.